Son las ocho y media de la mañana y me dirijo a la boca del metro de todos los santos días, donde comienza la cotidianía de mi existencia. Mientras espero el metro me tomó un café que la máquina expendedora me prepara como el camarero del bar de siempre.
El metro se para en el andén con una puntualidad que a veces da escalofríos. Entro y me siento, mientras en la puerta aún se empujan para entrar en el vagón de sus rutinas.
El tren comienza a galopar por los túneles subterráneos del gigante de asfalto y percibo que el gentío no se mira, no se habla, ni se nota. Mi mente se separa de mi cuerpo ante tal situación tan inhumana y las imágenes se amontonan en mi cerebro.
Todo ocurre muy deprisa. De repente mi cuerpo se levanta y a escasos dos metros mi mente pregunta:
Perdón, ¿alguien dijo quiéreme?. Vuelvo a mí y me percato de que ni me escuchan.
El metro se para en el andén con una puntualidad que a veces da escalofríos. Entro y me siento, mientras en la puerta aún se empujan para entrar en el vagón de sus rutinas.
El tren comienza a galopar por los túneles subterráneos del gigante de asfalto y percibo que el gentío no se mira, no se habla, ni se nota. Mi mente se separa de mi cuerpo ante tal situación tan inhumana y las imágenes se amontonan en mi cerebro.
Todo ocurre muy deprisa. De repente mi cuerpo se levanta y a escasos dos metros mi mente pregunta:
Perdón, ¿alguien dijo quiéreme?. Vuelvo a mí y me percato de que ni me escuchan.